Por Isidro Bautista Soriano

El asunto del asesinato de los sacerdotes Germaín Muñiz García e Iván Añorve Jaimes, cometido en Taxco, no está tanto en si cometieron o no cometieron el pecado de rebasar el vehículo en el que viajaban sus ahora victimarios sino en qué andaban haciendo.

Evidentemente no andaban en una misión espiritual. Casi todo apunta en que andaban de parranda, en compañía de dos hombres y dos mujeres.

Se fueron lejos, donde nadie los reconociera, porque en Las Vigas, municipio de San Marcos, y Mezcala, municipio de Eduardo Neri, donde se encuentran sus parroquias, también hay fiestas patronales, como lo es la celebrada por el Día de la Candelaria en Juliantla, Taxco, a la que asistieron minutos antes de su muerte.

Como cualquier mortal, tienen el derecho de ir a donde deseen, pero —se supone— siempre guardando las formas, porque sus feligreses tienen la creencia de que están entregados de cuerpo entero y toda su vida a predicar con el ejemplo la palabra de Dios. Pueden acudir a la fiesta de una boda o cualquier otra, pero ¿emborracharse?

Si ellos, estando tan cerca de Dios, caen en tentación, ¿qué puede esperarse de los demás mortales?

Este hecho podría hacer pensar en lo monstruoso en que se ha convertido el crimen organizado, que tienta hasta a ministros católicos, a tal extremo de llevarlos a la misma muerte.

El propio obispo Salvador Rangel, de Chilpancingo, confesó, en entrevista con Pascal Beltrán del Río, en Excélsior TV: “yo prefiero estar cerca de ellos que estar lejos o ser su enemigo”. Ya nada más faltaba que dijera: yo prefiero estar con el diablo, no ser su enemigo, para no ir al infierno.

Añadió que García Muñiz, “para celebrar la misa (…) tenía que cruzar esos territorios llenos de narcotraficantes, y de tanto pasar, de ir y venir, tenía que hablar con ellos, dialogar. Se hizo amigo de ellos no en el sentido que perteneciera a estos grupos, sino para poder tener el acceso libre”, pero se hizo amigo de ellos.

Por eso mismo no debe hacer juicios a priori, y, en cambio, dejar que la autoridad haga su trabajo. Así como ha señalado que en el gobierno hay gente inmiscuida con la delincuencia organizada, debe reconocer las circunstancias en que cayeron sus sacerdotes, o definitivamente no hablar. No puede tapar el sol con un dedo. No es la primera vez en México en que ministros de su religión violan sus cánones u ordenamientos legales. Hay quienes han incurrido hasta en pederastia. Finalmente son también mortales.

El señor obispo no debe ver la paja solamente en el ojo ajeno, o escupir para arriba. Sería mejor, en todo caso, que cooperara en la investigación ministerial.

Al menos, en dicha entrevista, admitió que “fue una grande imprudencia del padre (García Muñiz). Hablé con él. Le dije que fue una gran imprudencia haberse tomado estas fotos (en las que aparece con una arma de fuego entre las manos, junto con hombres al parecer de la delincuencia)”.

Oportuna y certera fue la conferencia de prensa del fiscal general del estado, Xavier Olea Peláez. El que pega primero pega dos veces.

Hay más detalles del homicidio de ambos sacerdotes, que por respeto aquí no serán ventiladas. A estas alturas, seguramente por lo mismo, no se han escuchado más voces desde la Iglesia católica con la exigencia de que se esclarezca ese hecho, seguramente porque no les conviene. isidro_bautista@hotmail.com