“No es el orgullo de mi nepotismo porque no cobra ni recibe beneficio alguno del gobierno. De recursos propios le otorgo un salario, puesto que me ayuda en asuntos personales. Quien diga lo contrario tiene el deber de demostrarlo; pero es sabido que hay quienes habitan en las porquerizas y viven de salpicar. Quien tenga interés puede solicitar información a través de transparencia gubernamental. No volveré a ocuparme de este tipo de “asuntos”.

Florencio Salazar Adame

 

Mauro Campuzano

 

Para los jóvenes que constantemente interactúan en las redes sociales, tal vez no sea una frase conocida. En cambio, para este servidor y muchos más que nacimos y nos formamos en el glorioso siglo pasado, conocemos el lamentable contexto de la frase “… es el orgullo de mi nepotismo”, del expresidente José López Portillo (1976-1982)  al referirse al cargo que ostentaba su hijo José Ramón López Romano en su administración.

Lo que me motiva a escribir este articulo y recordar la frase del expresidente López Portillo, fue el comentario del secretario General de Gobierno del estado, Florencio Salazar Adame, en la red social Facebook, en la que utiliza la cita del expresidente debido a una (des) información publicada recientemente en la que señalan la compañía de su hijo del mismo nombre en eventos y en su oficina y le adjudican tráfico de influencias.

Mientras uno, López Portillo, se ufanaba de su poder para justificar la inclusión de su vástago en el nómina como subsecretario de una Secretaría de Estado del gobierno que presidía, el actual secretario de Gobierno de Guerrero utiliza la misma frase para marcar distancia.

No soy vocero ni defensor de oficio del secretario de Gobierno, para eso tiene un equipo que cobra por administrarle las crisis mediáticas. Pero me llamó mucho la atención que respondiera a esos señalamientos, debido a que parten de supuestos y no de documentos obtenidos por alguna solicitud de transparencia.

Hace unos meses fui a la oficina del secretario de Gobierno para entregarle una invitación a la presentación de un libro; como se encontraba atendiendo a unos manifestantes no pude entregársela personalmente. Mientras esperaba ser recibido por Salazar Adame, presencié cuando su hijo salió de una puerta y le preguntó a una secretaria de la dependencia: “¿el secretario está en su oficina?”, dirigiéndose a ella en todo momento con respeto, algo que contrasta con el imaginario colectivo respecto a los “hijos del poder”.  

Este suceso me recordó cuando en mi adolescencia trabajé un breve periodo con mi padre, Andrés Campuzano Baylón. Fue cuando lo designaron delegado de Comunicación Social del gobierno de Guerrero en Acapulco y después director de Comunicación Social del Ayuntamiento del mismo puerto.

Mis funciones eran las de escanear fotografías, enviarlas por correo electrónico, y otras tareas que me encomendaba mi entonces jefe. En 1997 no existían las redes sociales y se enviaban los mensajes por bíper o Skytel a las oficinas de redacción para confirmar el envío. Otra de mis funciones era descargar correos electrónicos e imprimirlos para que mi padre los leyera.

Mi padre me pagaba de su salario, casi no iba a su oficina para no levantar suspicacia alguna de los reporteros que pudiera afectar la imagen de mi jefe.

Entendí, por lo sucedido al secretario Florencio Salazar, lo que mi padre cuidó: no dar la nota a gente cuya misión –a falta de talento—  es mal interpretar dichos y hechos, esparcir rumores –algunos malévolos— y buscar “el prietito en el arroz”, como se dice coloquialmente, en todo aquello que ven, escuchan o se imaginan.

Aprendí mucho entonces de mi padre. Me exigía siempre dar un trato amable a todo el personal. Si mi padre hoy tuviera un cargo público indudablemente trabajaría con él. Es una experiencia enriquecedora que el hijo de un funcionario público decida colaborar con su padre, pues es una posibilidad de aprender si su propósito es convertirse en un político profesional.

El hijo del secretario de Gobierno, por lo que sé, no ostenta cargo público alguno. Es correcta la apreciación de que los hijos de un exgobernador, un exalcalde y operadores políticos de otro exgobernador fueron designados funcionarios sin trayectoria previa en la política, y tienen en sus espaldas la enorme carga de hacer algo trascendente para no estar siempre a la sombra de su padre.

En eso si concuerdo: ese tipo de designaciones –“cuota de gobernabilidad”, se les ha llegado a calificar— se dan en otro contexto. No es deseable, pero pasa.

Aquí lo que no me parece correcto es señalar a alguien que no ostenta un cargo público, ni tienen evidencia de que hace uso de la influencia que podría tener por ser hijo del secretario de Gobierno, o peor aún que utilice recursos materiales o económicos del gobierno para su recreación.

Periodísticamente es intrascendente. El chisme como soporte principal conlleva a la desgracia del periodismo. En el 2012, en una reunión en la que estuve poco tiempo unos periodistas se ufanaban de su cercanía con un sobrino del gobernador en turno y lo “piropeaban” llamándole “vicegobernador”. Será hasta la fatídica noche de Iguala, en el 2014, y ante la caída del gobernador, que todos despotricaron contra ese sobrino.

“No quiero cartas aclaratorias, Campuzano; a un buen periodista no lo corrigen”, le recomendó Julio Scherer a mi padre cuando era corresponsal de la revista Proceso. Su trabajo periodístico durante varios años mereció que nadie lo corrigiera.

Están documentados muchísimos casos de familiares, en México y en el mundo, que resultan incómodos para los gobernantes. En México los hijos de algunos políticos han sido criticados por exhibir una vida de excesos cuando la mayoría de los ciudadanos la está pasando mal.

Las palabras clave para entender y practicar el buen periodismo son: investigación, precisión, responsabilidad e imparcialidad. Pero, sobre todo, la verdad.

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@andrescampuzano