El viernes pasado, 28 de junio, falleció mi hijo mayor, Pedro Julio Valdez Téllez. Hoy hace una semana de su dolorosa partida. Diría que injusta, porque injustas y arbitrarias son la vida y la muerte. Tenía 37 años.

He dejado pasar unos días para escribir estas reflexiones, mientras reúno los pedazos de mi dolorido corazón y aclaro la mente, que a todas horas recuerda los instantes últimos de su aliento vital.

¡Qué doloroso es escribir sobre la muerte de un hijo!

Pedro Julio fue un niño, un adolescente y un adulto como somos todos nosotros: con virtudes y defectos, con los claroscuros que nos definen a los seres humanos.

Quizá no fui el mejor padre que hubiera querido, pero siempre que pude procuré estar cerca de él, en lo personal y en lo afectivo. Tal vez, no lo sé pero en retrospectiva lo intuyo, él habrá deseado en algunas etapas de su vida que yo hubiese estado más cerca de él, que hubiésemos disfrutado juntos más tiempo, pero en muchas ocasiones las actividades profesionales me impedían disfrutar la convivencia familiar.

Algunas veces, entre broma y en serio, me lo reprochaba.

En diciembre del año pasado, cuando comenzó a tener problemas en una rodilla al parecer por un problema reumático, que lo postraron en cama impedido para caminar y disminuido físicamente por el exceso de medicamentos que le recetaban los médicos que eran incapaces de dar un diagnóstico clínico certero, comenzó a preocuparme el deterioro de su salud.

Tres meses sin caminar y casi 20 kilos de peso menos, terminaron cuando un médico que salva vidas, no que las destruye como otros, le diagnosticó su padecimiento y en una semana lo hizo caminar, no sin reprochar la deficiente actuación profesional de la media docena de médicos que lo atendieron durante casi cuatro meses y que nunca pudieron atinarle a diagnosticar cuál era el padecimiento que aquejaba a mi hijo.

Recuperado a medias, gradualmente se presentó en la oficina donde laboraba a desempeñar su trabajo y comenzó un tratamiento de rehabilitación.

La madrugada del 10 de mayo nos habló a su mamá y a mí a casa: le habían vuelto los profusos sangrados por la nariz y la boca. Luego de contactar al médico otorrino que dos años antes lo había intervenido quirúrgicamente en el Hospital Español (HE) de Ciudad de México por la ruptura de una arteria en la zona nasal, ese viernes 10 de mayo tuvimos que llevarlo de emergencia a CDMX, al mismo HE, por indicación del especialista.

Cuando llegamos por la mañana al área de urgencias del HE, luego de las revisiones físicas y los análisis de laboratorio en el que intervinieron el otorrino, un internista, un infectólogo y un hematólogo, se diagnosticó que tenía una infección causada por una bacteria (la muy conocida estafilococo dorado), la que tenía alojada en el hueso de la rodilla derecha y que amenazaba con extenderse al sistema óseo.

Pedro Julio, a partir ese día, el Día de las Madres, vivió 50 días exactos en camas de hospitales.

Me gana el llanto el recordar cómo, día a día, el cuerpo de mi hijo se iba consumiendo por el mal que lo aquejaba.

En varias ocasiones me dijo: “Pá, ¡qué difícil, qué terrible, es estar así, tirado en una cama!”

Eso me lo repitió minutos antes de fallecer. Con una mirada que no logro borrar de mi mente y que me tortura a todas horas del día y durante las cotidianas noches de insomnio, me dijo: “Pá, pá, ¡ya, por favor!”

“Resiste, mi’jo, resiste. Por tu hijo. Te necesita”.

Pero se nos fue.

Nos dejó a mi esposa Silvia Adriana, a su esposa Rosario, a su hijo Pedrito, a Carlos Raúl su hermano, a sus primos, a sus tías y tíos, a sus abuelas, a sus incontables amigos, con nuestros corazones hechos pedazos por el dolor.

¡Cómo duele escribir sobre la muerte de un hijo!

Quiero expresar, con el dolor y la tristeza que la pérdida de mi hijo Pedro Julio ha dejado en mi alma, mi profundo agradecimiento a todas las personas que tuvieron y han tenido la bondadosa gentileza de expresarnos, a mi familia y a mí, sus condolencias y su solidaridad en estos días de sufrimiento y pesadumbre.

No menciono nombres, pero a casi todos he tratado de expresarles mi enorme gratitud porque sus palabras de consuelo, sus abrazos, sus apretones de manos, sus mensajes, son bálsamo para nuestros afligidos corazones y reconfortan nuestros ánimos afectados por la pena.

Quisiera concluir estas íntimas reflexiones con una confesión personal. Hombre parco y poco efusivo que soy, pude decirle a mi hijo Pedro Julio, minutos antes de morir: “Hijo, te quiero mucho”.

Si usted que me lee me acompaña en mi dolor, le ruego siga este consejo: si tiene un ser querido al que ama, dígaselo, si es posible todos los días. Y demuéstrele su amor.

Y hágame, si es posible, un favor personal: eleve una oración por el eterno descanso de Pedro Julio Valdez Téllez, mi hijo, al que tanto quise y a quien hoy, con lágrimas en los ojos, nuevamente le digo, donde quiera que esté: “Hijo, te quiero mucho”.

Y le deseo la felicidad eterna al lado de Dios.

Descansa en paz, querido hijo.