El disputado Acapulco…
Felipe Victoria
Mi nunca olvidada primera esposa residía en el Fraccionamiento Costa Azul muy cerca del Centro de Convenciones y frecuentábamos de algún modo a un agente aduanal del rumbo de la glorieta frente al templo, que era amiguísimo de mi admirado suegro en Acapulco.
Bien a bien no cumplía la mayoría de edad en agosto de 1968, cuando me dieron permiso mis padres de ir de “acapulcazo” finsemanero con mis cuates de Lindavista, DF.
Cansadón el viaje de 7 u ocho horas en el Flecha Roja con por lo menos dos o tres escalas, pero todos con ánimo de “spring breakers” a pernoctar en la casona del tío del amigo Ramón Baldomero, cuyo padre era de los principales introductores del pescado sierra del golfo de México a La Viga y hasta Acapulco.
Los progenitores de ese grupo, bien conocedores de las inquietudes propias de esa edad, nos hacían las recomendaciones pertinentes para, sobre todo, cuidar nuestra salud andando de rienda suelta en Acapulco, sobre todo en las noches para asomarnos a la famosa “zona roja”, donde era molesta la exigencia de mostrar la cartilla del servicio militar para que nos dejaran entrar a los tugurios a contemplar las damiselas de a veinte pesos.
En ese 1968 no era todavía leyenda aquello de la facilidad para encontrar “gringuitas marihuanas” en las playas, pero los canijos lancheros salta patrás las acaparaban; sin embargo Vicente, el mayor del grupo de aventureros chilangos y portero del equipo, si conoció a una norteamericana decente en la playa de Caleta, se hicieron novios y terminó matrimoniándose con ella; formaron una feliz familia residiendo en el lejano Chicago, poco después lo siguió hasta Illinois mi estimado Remy.
Todavía era ese Acapulco de los últimos días del gran glamour con presencia del Jet Set internacional; de la Costera Alemán amable por donde se transitaba con absoluta seguridad las 24 horas del día y los policías protegían de veras a lugareños y turistas. Además el puerto era el lugar preferido de los lunamieleros mexicanos.
Yo seguí yendo a buscar a la novia, pero en 1970 a su padre lo cambiaron a la aduana del aeropuerto del DF y no tenía que trasladarme tanto, hasta que en 1974 conseguí matrimoniarme con ella. Obviamente nuestra luna de miel no fue ahí, pero si parte en Chilpancingo y otra en el Colonial Taxco de Alarcón.
Como sea, Acapulco fue nuestra escapada finsemanera predilecta con nuestra hijita.
Transcurrieron los tiempos y por cuestiones laborales debía ir seguido, a cosas desagradables y macabras en Iguala, y a cuestiones periodísticas terminando el sexenio de Don Alejandro Cervantes Delgado.
Luego a investigaciones especiales en el asunto de una niñita del Fraccionamiento Costa Azul, que fue secuestrada y asesinada por un famoso junior, contra el que enfocó baterías José Francisco Ruiz Massieu mediante el equipo de abogados del ex gobernador Xavier Olea, tras el arrojo detectivesco del capitán Sergio Castillo Lambrey y la hombría honesta del Juez Cuarto Penal, Manuel Añorve López, que sin dejarse intimidar rechazaron enorme soborno de un penalista truculento, que a final de cuentas compró a un ministro de la Suprema Corte y a magistrados de Chilpancingo para traficar un amparo inmoral en favor del Chacal de Acapulco.
Ruiz Massieu dejó de ser gobernador y pasó al INFONAVIT; para descongelar el asunto empolvándose en la PGR, se logró motivar al Dr. Jorge Carpizo McGregor, gracias a Lourdes Sierra y su marido Alfonso Navarrete Prida, que colocaron en marzo de 1993 mi novela “Justicia sin Ley” ante el funcionario adecuado para remover todo el asunto y hasta octubre de 1994, los Olea lograron extraditar a Enrique Fuentes León, trayéndoselo de San Antonio, Texas.
No omito asentar que del despacho texano de Fuentes León salía el prófugo Manuel Muñoz Rocha, ese octubre de 1994, ni un mes después de que asesinaron en Lafragua DF al ex gobernador guerrerense que se perfilaban de algún modo a la presidencia interina de México, si Ernesto Zedillo no lograba asumir el mando en diciembre.
Uno de los años más intensos de la vida que me ha tocado disfrutar gracias a Dios es 1994. Me comisionaron en Acapulco y me arraigué en calidad de ermitaño en el paraíso, que ahora dos décadas después se transforma vertiginosamente en el intranquilo “Mafiapulco” que tanto defendía de ser llamado así en libros mi editor, Don Octavio Colmenares Vargas.
Para quienes no entienden que no se es de donde se nace o lo paren a uno, sino de donde se quiere y decide estar, o se está pisando el suelo como decía Don Alejandro Cervantes Delgado, a los cinco años de residencia se adquiere la calidad de guerrerense y ya llevó 22 por aquí, pero además no pienso irme más que con los pies por delante.
De todos modos me atrevo a publicar que no es agradable que Acapulco parezca un botín político en eterna disputa; los acapulqueños seguimos con hambre y sed de tener funcionarios públicos que vengan a servir al pueblo de veras, no a saciar sus apetitos económicos desenfrenados y pierdan el tiempo en chismes de lavadero.
El municipio porteño no debe ser feudo particular de ninguna dinastía ni clanes.