El laurel de la india

 

Por Félix J. López Romero

 

Es indiscutiblemente distintivo de esta ciudad, el laurel de la India sembrado en la parte sur del atrio de la catedral de Santa María de la Asunción; su particular belleza ha sido motivo de poemas laudatorios, como el de Lamberto Alarcón Catalán, publicado en la Antología de Poetas Guerrerenses, editado hace muchos años. Si no es vecino de este lugar su sola presencia le causará grata impresión.

Según plática que tuve con el ingeniero Manuel Meza Andraca, notable vecino de esta capital, me comentó que el laurel lo había sembrado doña Rita Marquina, quien de tal manera festejó el primero de enero del año 1,900; con el correr del tiempo el árbol tuvo un estupendo desarrollo. Por aquellos años el atrio no tenía la barda y el barandal que los separan de la calle, por lo que era frecuente que mucha gente se sentara bajo su refrescante sombra.

Con el tiempo envejeció, empezándole a cortar las ramas muertas hasta que finalmente dejó de existir. El actual fue plantado por don Marianito Luna, que fue hasta su sentida muerte sacristán de la iglesia. Por el cuidado que se le ha tenido, porque periódicamente lo atiende un médico veterinario, está vigoroso. Como su antecesor cubre con su follaje buena parte de la calle Nicolás Bravo, teniendo cuidado que sus extensas ramas no se encaramen al antiguo palacio de gobierno del que es vecino.

El suelo de la población ha sido propicio para que los laureles se desarrollen bien; están como ejemplo los que hay en el jardín del barrio de San Mateo. Por desgracia el hacha ha dado cuenta de varios de ellos, como el que hubo en el viejo hospital y en el zoológico, de los que solamente quedan sus recuerdos. Si son árboles que se reproducen de manera espléndida aquí, ¿por qué no sembrar más?. Lo mismo ocurre con los árboles de clavellinas, cuyo número es cada día menor.

 

Agoniza el toronjil

 

A diferencia del café que existen numerosos negocios que lo expenden, el toronjil es un aromático te que cada día se consume menos, porque se está acabando toda vez que crece silvestre, teniendo que ir a donde se produce para poderlo saborear, sobre todo si es acompañado de una apetitosa semita empanochada, que es su ideal complemento.

Hace años por las tardes diversos grupos, se dirigían a cerros que circundan la ciudad, en donde era cortado poniéndolo en cocimiento en ollas para degustarlo en jarros de barro. Antes de ingerirlo jóvenes con sus guitarras le ponían sabor al ambiente, en tanto las mujeres bailaban alegres al compás de la música.

En días pasados una familia de mi amistad, invadida de nostalgia se dirigió al mercado “Leyva”, en donde pretendió comprar algunos ramos de toronjil; su viaje fue infructuoso porque nadie lo vende como antes se hacía por las mañanas.

Una leyenda que también con el transcurrir del tiempo se ha ido perdiendo, dice que en cierta ocasión llegó a este lugar un militar español, quien había sido enviado por sus superiores al fuerte de San Diego, en Acapulco; habiéndose hecho noche en el camino preguntó, si había una posada en donde quedarse, para proseguir el viaje al día siguiente muy temprano. Enseguida de hospedarse pidió algo que cenar, siendo atendido por una joven mujer no mayor de veinte años, quien le trajo además un té con semita, porque el tiempo frio así lo exigía.

Al saborear la bebida le preguntó a la muchacha, que era lo que le había servido, diciéndole se trataba de un aromático te de toronjil, bebida propia de la región. A los pocos meses de conocerse se casó con la mujer que le dio a beber ese toronjil, que desde entonces fue su te preferido.