(Metáforas del garabato/Última parte)
José Luis Amaro
Pues la esencia de su obra lo merece. Parte de esta esencia dejo verse en la exposición reciente, en la cual el mensaje opera generalmente en no más de tres colores, salvo en los penúltimos cuadros donde no sólo hay variación del color, sino del tiempo. Y es en esta peculiaridad en la que encontramos el rastro de un tema antaño concebido y meditado, que presenta ligeros cambios manteniendo la misma contundencia. Por lo cual el intérprete de este fenómeno, de la distancia en tiempo en la creación de los cuadros, a de pensar que el autor ha mantenido una búsqueda, temo decir lo contrario, él ha mantenido lo encontrado, el mensaje. Un mensaje acompañado técnicamente por la parte simbólica (primer aspecto) que roba la atención del espectador; como la constancia de los grandes pies que simbolizan la seguridad, firmeza y tosquedad, los huecos ojos que forman parte de un cascaron vacío. Y subjetivamente quien lo perciba, los fondos y zonas llenados de formas geométricas que representan el atrevimiento por deformar y destrozar la realidad, insinuando que esta ya está destrozada, o por lo menos no se sabe hasta que en el pensamiento adquiere conciencia de realidad, sensaciones parecidas en los tiempos de Picasso. Un mensaje que en el interior arrastra el fenómeno. Fenómeno no como concepto, sino como realidad, éste que viaja de la falta del sentido hasta la denigración de los ecosistemas marinos y costeros. Todo plasmado en el clima cósmico y la constante de las pieles tatuadas en los pies, señal de la conexión del cuerpo vacío con la naturaleza, la arena, hojas, estrellas y agua. En la constante de esta misma conexión, el ojo es atraído a la fusión antropomorfa de los cuerpos semi-humanos, que como ya se ha leído, revelan la parte animal que poseemos. Cuerpos estos en un melancólico andar, simbolizando una búsqueda o extravió, como se quiera interpretar (característica bien manejada por el autor, la dualidad de interpretación en pequeños detalles).
La segunda parte o aspecto que invadió mi atención es lo técnico o mejor dicho, el trabajo de líneas. Las líneas que no sólo demuestran la precisión en los trazos, sino la manera en que los cuerpos se acercan y alejan del espectador. Por estas características no es raro que se titule como exposición de dibujo, aunque, de sobra encaja como exposición de pintura. Pero es en esta reflexión en la que pecaría al no hacer mención, me refiero a la langosta ubicada en la parte inferior izquierda de Cuentos de arena que parece estática, es decir, que deja de fluir en el movimiento completo del cuadro. Asimismo el pañuelo o parte de la vestimenta del cuerpo de Cargando mis genes que se encuentra al inicio de la pierna derecha; en el cual la vista tropieza con el efecto tridimensional de las líneas blancas que dan la apariencia de hundimiento, como la ausencia de una rebanada en el pastel, tal vez por el exceso de blanco. Menciono estos dos detalles ignorando si hay intencionalidad en ellos, pero es evidente que en el recorrido, las fibras que marcan el movimiento y las dimensiones de los cuerpos se mantienen en dominio de toda la exposición, son estos detalles los que se rebelan a este dominio, que en momentos da la impresión de no fluir con el recorrido. Y en este mismo aspecto es menester, por el impulso de la exposición, decir que toda la muestra respira agitada, casi ahogándose por el insuficiente espacio. Por ser esto detalle de infraestructura, no me ha de extrañar saber que en el pasado culposamente el espacio ahogo otras exposiciones. Clara prueba, es la necesidad de juntar en par los cuadros (Murmullo de briza y Encantador de peces). Pues una exposición es como la numerosa familia, en la que cada hijo debe tener su cama.
Por último, ya sea por el simbolismo, por la presencia del color o ambos, encontramos lo inquietante por ser denso en melancolía. Me refiero a los eventuales fondos solidos que fueron capases de arrojar las estrellas a otras dimensiones de la obra o de la imaginación. Es en ellos donde la vista se derrama de los ojos por la perturbadora presencia del infinito que se acerca al espectador, el más allá de la nada, la contundente limpieza y solides de los fondos que suspenden los cuerpos en el tiempo, en lo eterno.
Es así como el regocijo de los ojos de quien entra a la sala, es conducido de la mano de una obra madura y seria, pulida por el tiempo en el que se ha formado. De un artista que sabe ocultar lo bello sin perderlo de vista. Bello–decía Kant– es lo que agrada sin interés. Refiriéndose al interés del morbo; pues si algo existe más allá de una crítica o comentario, es el genuino momento en el que el interés al arte lo hace arte. Así es como en la triste frescura del mar, la arena, los peces todo el ecosistema, sin querer se emancipa, al punto de no ser en palabras la forma de entenderlo. Salgo ansioso de la sala, esperando otra exposición del mismo autor, tal vez con el mismo estilo ¿u otro diferente? Eso hay que dejárselo al indeterminado origen de la creación artística. Porque de algún modo resiste a rebelarse.