Un pasado sin rastros
Por Chanssonier
Esta ciudad no tiene nada que presumir de su pasado; una serie de temblores son los responsables que esto sea así. Si hubo construcciones significativas en ella, no fue ningún fenómeno de la naturaleza las que le puso fin, si no la mano de los políticos determinó así fuera. Por ejemplo el año de 1947 el gobierno estatal, encabezado por el general Baltasar R. Leyva Mancilla, determinó la demolición de la escuela primaria “Ignacio Manuel Altamirano”, para levantar la “Primer Congreso de Anáhuac”.
En aquella amplia casa, de la que era propietaria la señora doña María de Jesús Hernández Nava, se realizaron las sesiones del Primer Congreso de Anáhuac, más propiamente dicho Congreso de Chilpancingo.
Por aquél entonces año de 1813, Chilpancingo era una pequeña población con no más de 4 mil habitantes, dándole el señor cura José María Morelos y Pavón el rango de ciudad el año arriba apuntado. Diversos historiadores han considerado fue un error, demoler esa histórica construcción, cuando había mucho terreno disponible para construir otro centro escolar, sin que la piqueta viniera a dar cuenta de esto. En la actualidad este centro escolar funciona lejos del que se demolió.
Otro caso ocurrió en 1965 cuando en el gobierno estatal, encabezado por el médico Raymundo Abarca Alarcón, dispuso que la piqueta diera cuenta de la casa de la familia de don Leonardo Bravo, para construir la plaza cívica. Nada dijeron las autoridades de Antropología e Historia, que permitieron esta obra, llevándose con destino a Chichihualco la estatua del general Nicolás Bravo, que desde 1886 estuvo al centro del jardín que llevaba, el nombre del héroe del perdón. Por estos atropellos nada queda del pasado de esta población, capital estatal desde 1870.
Callaron martillo y yunque
Desde hace tiempo están en silencio el yunque y el martillo; el herrero quien diestramente los manejaba, don Margarito Díaz, murió y con él los instrumentos con los cuales se encargaba de herrar animales de carga. Por espacio de muchos años este esforzado trabajador, fue el último en la ciudad de fabricar manualmente puertas, ventanas y portones. A partir de las seis de la mañana el vecindario de las calles de Niños Héroes, Altamirano y 18 de marzo, los despertaba el prístino sonido del martillo al estrellarse con el yunque, alimentados por brasas de una fragua de manejo manual.
Don Margarito aprendió el oficio de la herrería, por enseñanzas de su señor padre don Samuel Díaz, el más famoso del rumbo por el buen acabado que les daba a sus trabajos, no apareciendo en el medio el uso de la electricidad en una autógena; tampoco se adquirían láminas de acero para la fabricación de todo lo requerido, para tener una casa distinguida por su seguridad.
El primer herrero que llegó a la Nueva España, fue Hernán Martín quien vino con las tropas conquistadoras de Hernán Cortés; con el correr del tiempo este oficio tomó carta de naturalización, para fabricar con el acero lo que hubiera menester.
En los últimos años solo don Margarito Díaz, utilizaba el yunque, el martillo y la fragua para la realización de su tarea. Fue el último entre nosotros de ocupar estos instrumentos, cuando en la mayor parte de las herrerías estaban en desuso, sustituyéndolos por aparatos eléctricos.