Inolvidable maestra
Por Chanssonier
Antes de ir a un centro educativo oficial, fui llevado a una modesta escuela particular, la que era atendida por doña Albinita Bello, quien había convertido la sala de su hogar, en modesta aula escolar en donde aprendí las primeras letras, al igual que un grupo de infantes; lo que me pareció extraño es que no concurriera una sola mujer. La pequeña escuela estaba en la calle Altamirano, utilizándose para la enseñanza el entonces tan de boga Silabario de San Miguel.
La maestra Albinita era maestra titulada, ya jubilada; frente al salón de clases tenía ese valioso documento, el cual le había extendido el gobernador del estado, coronel Antonio Mercenario, en el año de 1899. Cuando fue mi profesora ya penaba cana, siendo su camino lento, teniendo que utilizar anteojos porque su vista los requería. Como buen acatólica que siempre fue, muy de mañana asistía a escuchar misa en la iglesia de la Asunción; tenía dos hermanos mayores, doña Aurelia y don Encarnación, quienes se encargaban de atender la casa, mientras ella se dedicaba a transmitir sus conocimientos a sus pequeños discípulos.
Cuando un niño terminaba satisfactoriamente el Silabario, de manera anticipada la maestra Albinita lo hacía del conocimiento de los padres del menor, para celebrar tan singular fecha. De la escuela era conducido a su casa, caminando bajo un arco de carrizos, engalanado con papel de china multicolor. ¡Qué viva la cruz del calvario!, gritaban los acompañantes, para enseguida agregar que ese niño había terminado el silabario.
Cuando el pequeño estudiante llegaba a su hogar, hacían pasar a sus invitados a quienes les ofrecían nieves de sabores con galletas de surtido rico, o de ser tarde el obsequio consistía por lo general en atole de sabores con suculentos tamales de dulce y carne.
Hace casi ocho décadas que la maestra Albinita Bello me enseñó las primeras letras; ella murió hace muchos años estando recostada en el regazo de Dios, porque su paso por la vida le sirvió para hacer el bien a su semejantes. Para mí siempre será la maestra inolvidable.
Fue toda dulzura
Cuando ingresé a una escuela oficial solo había tres en la población; eran la “Ignacio Manuel Altamirano”, que más adelante se le puso el nombre de “Primer Congreso de Anáhuac”; la José María Morelos y Pavón y la “Lauro Aguirre”. Mi madre me inscribió en la primera en donde tuve como profesora, a una joven y guapa mujer de nombre María de la Luz Frutos, recién egresada de la Escuela Nacional de Maestros, teniendo en este lugar su primera plaza.
Era una fémina de carácter afable, siempre con la sonrisa a flor de labio; con ella no solo ratifique mis escasos conocimientos, si no que me interesó en el aprendizaje, enseñándonos por otra parte a amar nuestra bandera tricolor, haciéndonos conocer el himno nacional, respetándolo cada vez que teníamos oportunidad de escucharlo, cantándolo al mismo tiempo.
La maestra Frutos estuvo brevemente en esta plaza, tiempo suficiente para ganarse el cariño de quienes fuimos sus alumnos. En la capital del país logró escalar importantes cargos docentes dentro de la SEP. En cierta ocasión vino a esta ciudad; al decirle que había sido su alumnos me dio un fuerte abrazo, siendo la última vez que tuve el agrado de estar con ella, habiendo fallecido hace muchos años.