Eudocio Téllez
La delincuencia es como la chicungunya, ataca sin respetar edades o género. Si analizamos el comportamiento de ambas pandemias nos daremos cuenta de que tienen mucho en común. Por ejemplo, el virus de la chicungunya (que en el idioma makonde, la lengua hablada por un grupo étnico de Tanzania, significa doblarse literalmente por el dolor), contra el cual no existe vacuna, ha causado estragos en la población guerrerense. La delincuencia también está agrediendo la existencia misma de las familias y sus derechos de propiedad. La chicungunya es transmitida por los piquetes de los mosquitos Aedes, y para no contraer el virus es necesario tomar algunas medidas protectoras, entre las que destaca cubrir la cama con pabellón por las noches (que pocos lo hacen), propiciando además noches sin insomnios derivado del zumbido molesto de estos insectos nocturnos. El virus de la delincuencia que padece la sociedad mexicana evidencia la debilidad del Estado al dejar sin protección a la población.
Si partimos de la definición mínima de Estado de Derecho como aquél en el que los ciudadanos y autoridades se rigen por la ley y el derecho, los cuales son aplicados por instituciones imparciales y accesibles que generan certidumbre, podemos arribar a la conclusión preliminar que todo sistema político sea autoritario o democrático cuenta, para su funcionamiento, de un entramado institucional que le da fluidez a la acción gubernamental.
Para la comparación que nos ocupa, las instituciones públicas sólidas, propias de las democracias desarrolladas, son como el pabellón que protege a las familias de la amenaza de las bandas delincuenciales. Con un pabellón herméticamente cerrado, los individuos pueden dormir tranquilos, con sueños reparadores que los mantienen descansados para enfrentar el trabajo del día siguiente con ánimo y vigor, y realizar actividades productivas sin el temor de perderlo todo y hasta la vida misma; no les preocupa la amenaza del virus de la delincuencia, pueden aspirar a una vida de calidad.
No sucede lo mismo en aquellos sistemas políticos donde persisten instituciones débiles en materia de persecución y sanción del delito, en las que se ha enquistado, por años, la corrupción y la impunidad, seguido de una balcanización de los aparatos policiacos que los hace proclives a las alianzas con criminales. En estos casos no hay pabellón que proteja a las familias, o el que existe tiene muchos agujeros. Cada cuerpo policiaco que se colude con el crimen está abriendo boquetes por donde penetran los vectores que atacan a una sociedad confiada en que el Estado está vigilante para garantizar su vida y su patrimonio. Un Estado con un débil entramado institucional, ocupado coyunturalmente por actores políticos improvisados, cuyas miras no va más allá de sus propias narices está condenado al fracaso, porque no ha cumplido, ni cumplirá con la misión de cualquier Estado de verdad: proteger a sus ciudadanos. Para el caso mexicano es urgente que la clase gobernante ejerza la autoridad sobre el territorio disputado por la delincuencia y recobre más pronto que tarde lo que Weber señalaba en su famosa definición de Estado: El monopolio legítimo de la violencia. El poder coercitivo del Estado, seguido de una estrategia eficaz y eficiente de persecución y castigo del delito, reduciendo en contraparte la impunidad, será el pabellón que puede proteger a los ciudadanos, sin éste no habrá vida, patrimonio o derechos humanos que valga.