La vida que transcurre.

Luis Raúl Leyva

En el inicio de Roma (2018), escrita y dirigida por Alfonso Cuarón, vemos unos rombos iluminados tenuemente por una luz. Quizá no haya nada de sugestivo en mirar un piso de rombos en tanto leemos los créditos pero yo los ignoré y el piso de rombos atrapó mi atención. Aparecen sonidos en off, el levísimo tintinear de unos pájaros, lo lejanos que suenan unos pasos, quizá bajan por una escalera pues se los oye con cierta oquedad, los pasos abandonan la escalera y poco a poco se los escucha más fuertes, de pronto se detienen y sucede un chorro de agua que cae sobre una cubeta; de pronto una ola de esa agua alcanza a los rombos y un segundo chorro de la cubeta los termina mojando, los humedece, como una simiente. Aparece un cielo encuadrado por barandales y una pared que insinúa una azotea, el cielo tiene una consistencia grisácea que rasga un avión arrastrando ese sonido sórdido de sus turbinas. Roma es una sucesión de mutismos con tonos elegíacos. Es, acaso en primer término, la narración de las vidas de Cleo y Sofía. Cleo es la sirvienta o la empleada del hogar de una familia de clase media del Distrito Federal avecindados en una de las colonias más emblemáticas; el marido de Sofía se llama Antonio, han procreado cuatro hijos, Sofi, Paco, Toño y Pepe, este último alter ego de Alfonso Cuarón, quien ha dicho que ha filmado Roma como un homenaje a Libo, la trabajadora doméstica de su casa y su nana en su niñez. Cleo lleva una vorágine adentro de sí, como una pasión es la que guía la vida de Sofía; separadas por un abismo de clases sociales un cataclismo unirá sus vidas.
Cleo vive alrededor de una vida predecible, monótona, cada uno de sus días tiene un orden dictado por la agenda y el vocerío de la familia en los desayunos, en las comidas, en las cenas ante la televisión y la Ensalada de Locos. Cleo transcurre por esa casa como una ausencia, a veces presente, a veces invisible. Se levanta, se baña, sale de su cuarto que comparte con Adela, la cocinera, las dos son indígenas mixtecas, el ciclo de los días de Cleo puede anticiparse variando mínimamente los personajes o las circunstancias; en algunas mañanas será sólo Pepe, en otras el sexteto de los niños, la madre y la abuela Teresa. Antes de las siete y veinte de la mañana Cleo ha dormido y ha despertado a Sofi con una canción en su lengua Tu’un Savi, ha despertado a Paco, ha corrido por los pasillos, por los cuartos, ha recogido la ropa de la familia que lavará en la tarde, tirada por el piso, sucia, ha corrido para recoger a Pepe en el jardín de niños, ha limpiado la casa antes de la llegada de la familia a la hora de la comida, por la tarde se postra ante el lavadero, friega la ropa, tararea a Leo Dan, a Juan Gabriel. Me gusta estar muerta, le dice Cleo a Pepe cuando ambos se han recostado en un tragaluz de vidrio quizá porque muerta no puede ocuparse de nada, como los rombos fijos, indiferentes.
Ante ciertas escenas pienso que los personajes de Roma son, en realidad, el silbato del oficial de tránsito, el vocerío de las calles y los transeúntes, el camotero, las turbinas de los aviones, la banda de guerra, los comerciales de Radio Éxitos, Radio Mil, Radio 590 (La Pantera), esta última que yo disfrutaba tanto en los ochenta o la música: Mi Corazón es un Gitano, La Nave del Olvido, Corazón de Melón, Vamos a Platicar y hasta Those Were the Days. En Roma es magistral el ambiente obsesivamente recreado por Alfonso Cuarón de los distintos lugares donde transcurren las escenas de la película. La vida en Roma sucede en distintos espacios, en distintas situaciones como todas las vidas, como todos los lugares que visitamos o nos habitan en tanto vivimos.
Cleo y Adela corren por la acera de una calle, quizá es la de Tepeji, donde en el número 21 viven con la familia, o quizá es una calle aledaña. Corren y dejan detrás un puesto de periódicos, un súper, una reparadora de calzado, la miscelánea Lupita, un puesto de frutas, un organillero, un puesto de jugos, uno de calaveras, un árbol con propaganda vote así PRI, una tlapalería y un bolero con su cliente justo antes de que crucen la calle sin mirar al tiempo que un carro frena estrepitosamente para no atropellarlas. Cleo y Adela, exhaustas, llegan a La Casa del Pavo donde venden ricas tortas y tacos, eligen unas tortas mientras en la televisión el profesor Zovek jala con una cuerda mordida por su boca un Safari. Adela le cuenta a Cleo las peripecias de un galán en Tu’un Savi y en la conclusión de la plática llegan Ramón y Fermín. Toman rumbo al Teatro Metropolitan pero Fermín convence a Cleo de no entrar con el pretexto de ir a la Alameda pero en realidad terminan en un cuarto. Afuera llueve. Cleo yace reclinada en una cama, cubierta por una sábana. Fermín, desnudo, le presume el manejo experto de una vara con movimientos marciales. Fermín le cuenta su historia. Cuando era chamaco y al morir su madre lo llevaron a vivir a Neza con una tía, sus primos lo madreaban, empezó a tomar, cayó en el chemo pero al descubrir las artes marciales todo tuvo foco, “así cuando tú me miras”. Cleo no dice nada, la dominan la candidez, su mutismo o el amor. De Cleo no sabremos nada de su pasado, como si hubiera nacido en la casa de Tepeji 21.
Nosotros aquí estamos, le suplica Sofía a Antonio apretando con las manos las solapas de su saco y después su rostro con sus manos, besándolo. Sólo son unas semanas, responde Antonio, viajará a Quebec, a un congreso, es el padre ausente, apenas visto, fumador, médico del IMSS, quien de entre sus hijos únicamente abraza a Pepón de llegada o despedida, quizá por ser el menor. Padre infiel, lo sabremos después. Y no volverá, como no volvió Fermín a su butaca al lado de Cleo en el Cine de Las Américas cuando le musita que está de encargo; ¿está bien, no?, le responde Fermín que usa el pretexto del baño para abandonarla. En su huida olvida la chamarra que Cleo recoge. Intentará entregársela en Neza en medio de los insultos de Fermín. Pinche gata, le dirá
Sofía sola. Al besar a Antonio por última vez Sofía lo ve alejarse por la calle de Tepeji, da unos pasos a media calle para distinguir mejor al Volkswagen que está por desaparecer, su rostro se paraliza, vencido. Una banda de guerra pasa a su lado. Cleo sola. Fermín demora en volver a la butaca, no aparece, no aparecerá. Cleo sale del cine con la chamarra de Fermín entre los brazos, camina entre una turba de vendedores. Se sienta en unas escaleras. Ahora su mutismo es un doloroso silencio que le ha tirado la mirada al piso. En una noche, al llegar a su casa ebria, Sofía le dirá a Cleo con un gesto lapidario estamos solas, no importa lo que digan, siempre estamos solas.
Alfonso Cuarón ha recreado un universo donde podemos ver nuestras vidas retratadas, no sólo las de Cleo y Sofía. Al mirar sus escenas, casi todas filmadas en planos frontales, es tentador imaginar que es posible elegir a un personaje cualquiera, digamos al organillero que dejan detrás de su carrera a La Casa del Pavo, Adela y Cleo, que al elegirlo podríamos fácilmente indagar su origen, el amor a su oficio, la alegría de sus días y sus noches, sin duda su monotonía y los estados grises de su vejez.
Roma es un poema narrativo que en el examen de Cleo y Sofía postula la validez de una perspectiva o estética que está hecha de examinar al más mínimo detalle cómo transcurren las vidas de las personas, sus fragmentos, sus episodios, sus encuentros, cómo sucede el devenir ordinario, común y elemental de aquellas vidas insertas en ese conjunto monótono y predecible. Roma es la reivindicación poética de lo que acontece a cada segundo, a cada minuto, en cada día, en cada noche. A este estilo le faltan los clichés hollywoodenses de los héroes y las tragedias cursis. Es, equívocamente, su fragilidad. Nada más deslumbrante que descubrir y seguir los signos que anticipan la tragedia de Cleo. Las piedras que caen del techo de la sala de maternidad sobre una incubadora durante el terremoto de abril de 1970 y que sorprende a Cleo en el Hospital Siglo XXI, en la primera visita al ginecólogo. El pequeño charco de pulque con pedazos alrededor de la taza de barro desprendida de las manos de Cleo al caer en el piso del salón donde las personas del servicio de la hacienda de los de la Garza festejan el fin de año de 1970. El título de un libro del poeta Fabián Casas es una evocación puntual: El pequeño mecanismo de los acontecimientos.
Con todo, los eventos históricos o sociales no invalidan esta narrativa sino que, por el contrario, la resaltan. La Matanza del Jueves de Corpus toca sólo tangencialmente las vidas de Cleo, la señora Teresa y del chofer de la familia, Ignacio. El Halconazo los alcanza en la tienda donde Teresa y Cleo escogen la cuna para el bebé. Persiguiendo a una pareja de estudiantes que intentan escapar entrando a la tienda, un halcón ejecuta al varón. Uno de los halcones que encañona a Cleo y a la señora Teresa con una pistola es el propio Fermín.
En el final de Roma vuelve a aparecer un cielo grisáceo, con tonos metálicos, con algunas nubes, un avión lo cruza con las mismas turbinas ruidosas sólo que ahora pueden verse la escalera y una construcción. Los barandales son los peldaños de la escalera y la azotea es el borde de la construcción de la casa que aloja el cuarto de Cleo y Adela. La familia se reacomoda ante el repudio de Antonio. Al final de los días Cleo caminará apagando las luces del pasillo y de la sala de televisión del piso de arriba, caminará un semicírculo apagando las luces del piso de la planta baja dejando únicamente encendida la de la sala. En la penumbra de la cocina lavará una última taza, cerrará la puerta de la misma cocina y subirá la escalera hacia su cuarto. No prenderá la luz de su dormitorio pues la abuela Teresa se los tiene prohibido. Adela encenderá una vela. Con la ropa para dormir Cleo y Adela hacen calistenia, ríen.