El estado de la cuestión
Luis Raúl Leyva
En algún momento de nuestra historia el crimen y la violencia alcanzaron un punto crítico que ha trastornado nuestra convivencia social. Hay un antes y un después del hito que dio inicio a la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado en 2006. Un examen a determinadas estadísticas nos introducirá en el tema.
Las tendencias históricas revisadas (Andrés Lajous y Pablo Picatto: “Estadísticas del crimen en México: Series Históricas 1926-2008”; revista nexos, abril de 2018), señalan una disminución en la frecuencia del crimen desde los años treinta y un aumento a partir de las dos últimas décadas del siglo XX. En otras palabras, las tendencias de la violencia y el crimen muestran una disminución al inicio de la década de los años treinta y un repunte a partir de 1980.
Nuestro país vivió en un periodo de estabilidad hasta 2007: “Al menos hasta 2007 se puede decir que la violencia homicida siguió la tendencia de lo que se conoce como “proceso civilizatorio”: un Estado más presente, acompañado de mecanismos institucionales y sociales para resolver disputas de forma no violenta, y una menor predisposición hacia la violencia entre la población”.
El hito al que me referí se vincula con la política implementada para combatir al narcotráfico adoptada por el ejecutivo federal en 2006. Se dispuso de las fuerzas armadas para combatir a los cárteles que operaban en esa fecha en el país. El efecto lo conocemos todos.
A partir de 2007 hay un aumento en las tasas de homicidios vinculados con el crimen organizado, proceso que culmina en 2011 con 4,587 casos registrados. La incidencia de las tasas muestra una disminución que continúa hasta 2014. A partir de este año el número de homicidios aumenta dramáticamente hasta alcanzar en 2017 un total de 5,385. El incremento en las ejecuciones continúa hasta el cuarto trimestre de 2017 que fue, bajo cualquier métrica, el más violento en la historia del país (nexos, pág. 33).
El régimen de la seguridad pública fue incorporado a nuestra Carta Magna con la reforma al artículo 21 constitucional de diciembre de 1994, encontrándose aun el país en el proceso civilizatorio. Se trató, recordemos, de la iniciativa de reformas al Poder Judicial Federal, la más amplia y profunda que se haya producido en esta materia.
En 1994 el precepto constitucional aludido fundó la seguridad pública como una función a cargo de la “Federación, el Distrito Federal, los Estados y los Municipios, en las respectivas competencias que esta constitución señala”. Esta reforma introdujo la creación del Sistema Nacional de Seguridad Pública que por mandato constitucional sería consecuencia de la coordinación de las entidades antes mencionadas. En 1995 se expidió la primera ley de la materia que establecía las bases de coordinación de dicho sistema. La ley vigente es de 2009.
La reforma constitucional de diciembre de 1999 al artículo 115 puso a cargo de los municipios la seguridad pública (en términos del artículo 21), la policía preventiva municipal y tránsito.
El artículo 21 constitucional fue adicionado en materia de seguridad pública en el mes de junio de 2008 en el contexto de la reforma al sistema de justicia penal. Esta reforma se sitúa al inicio del aumento de la tasa de homicidios vinculados con el crimen organizado.
Prueba lo anterior el hecho de que los antecedentes de esta reforma constitucional se refirieron a la crisis de inseguridad, a los altos índices en la comisón de delitos dolosos, a las desapariciones forzadas y la trata de personas. En sus palabras, la reforma constitucional de 2008 buscó proveer razonables condiciones de seguridad a la sociedad mexicana, “alarmada e irritada por el crecimiento desmesurado de la delincuencia y por el fracaso de las medidas adoptadas para enfrentar y contener la criminalidad tanto tradicional como “evolucionada” a la que suele identificarse como “delincuencia organizada” (García Ramírez). La reforma constitucional buscó “garantizar la seguridad y la justicia mediante las políticas más avanzadas” (Benítez Treviño).
Las características de las instituciones de seguridad pública de 2008, hoy vigentes, pueden enunciarse así: i) la seguridad pública es una función a cargo de la Federación las entidades federativas y los municipios (premisa de 1994); ii) la estrategia comprende la prevención, investigación y persecución de los delitos en las respectivas competencias que esta Constitución señala; iii) La actuación de las instituciones de seguridad pública se regirá por los principios de legalidad, objetividad, eficiencia, profesionalismo, honradez y respeto a los derechos humanos; iv) las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil; y v) tema convenientemente olvidado, los ministerios públicos y las instituciones policiales de los tres órdenes de gobierno deberán coordinarse entre sí para cumplir los objetivos de la seguridad pública integrando, también, el Sistema Nacional de Seguridad Pública.
En 2006 la decisión del ejecutivo federal fue recurrir a las fuerzas armadas para combatir al crimen organizado. Fue una decisión política que no correspondió a una problemática o crisis antidrogas y que me parece obedeció al empoderamiento de un poder presidencial que iniciaba su mandato en medio de una crisis postelectoral que ninguneaba el poder del presidente electo. La caricatura del presidente vistiendo una casaca militar holgada fue célebre.
Invadidas las calles y las ciudades por el crimen y la violencia, la inercia de la siguiente decisión fue desplegar las fuerzas armadas por todo el país para vigilar la seguridad y el orden. Es difícil entender esta decisión cuando se piensa que en 2006 las autoridades ya tenían un mandato constitucional de coordinación para operar un sistema nacional de seguridad pública y una ley general que disponía las bases para esa coordinación. Con todo, el presidente Calderón no se refirió a la facultad constitucional que le permitía disponer del ejército para la seguridad interior sino que sostuvo su carácter de comandante supremo de las fuerzas armadas. Vayamos a fondo.
La Constitución Federal tiene numerosas referencias al ejército en distintas materias y para diferentes propósitos. La Carta Magna se refiere a él generalmente al lado de la Armada y Fuerza Aérea en temas, por ejemplo, que indican limitantes a la garantía de posesión de armas (10), fuero de guerra (13), y determinadas incompatibilidades (55-IV). No vamos a encontrar en la Constitución Federal una regulación concreta del ejército o de las fuerzas armadas semejante, por ejemplo, al régimen del sistema de planeación democrática (26).
Corresponde de manera exclusiva al Congreso General expedir las leyes para levantar, sostener y reglamentar la organización y servicio de las instituciones armadas: Ejército, Marina de Guerra y Fuerza Aérea (73-XIV). La constitución faculta al Presidente de la República para disponer de la totalidad de las Fuerzas Armadas para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación (89-VI). Esta es una disposición fundamental que orienta la discusión sobre la actuación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública al lado del artículo 129 según se analiza a continuación.
En el pasado, el Presidente de la República recurrió al ejército para restablecer el orden en el contexto de los disturbios estudiantiles de 1968 invocando la facultad prevista en el artículo antes citado. Tal medida provocó la objeción basada en su inconstitucionalidad por ser contraria al artículo 129 cuya primera parte dispone que “en tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. En 1994, el alzamiento del EZLN fue combatido mediante una ofensiva por parte del ejército mexicano, de la misma manera que el ejército combatió la guerrilla de Lucio Cabañas en la década de 1970.
Antes de la promulgación de la Ley de Seguridad Interior (diciembre de 2017) no había sido delimitado el concepto y los alcances de la seguridad interior. Esta ley, hoy en día con declaración de invalidez total por sentencia de la Suprema Corte, no sólo definió la seguridad interior sino que regulaba la actuación de las fuerzas armadas en operaciones en esta materia.
La necesidad de estas definiciones es esencial si se toma en cuenta que a partir de la década de los noventa las fuerzas armadas comienzan a asumir tareas de seguridad pública. La cuestión sobre la actuación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública se reduce a examinar si dichas instituciones pueden desempeñar en tiempos de paz actividades ajenas a la disciplina militar. Con la Ley de Seguridad Interior se intentó regular y conciliar esta antítesis. No olvidemos que este ordenamiento fijaba un marco de actuación a las fuerzas armadas en operaciones no militares.
La antítesis a la que me he referido fue tratada por la doctrina constitucional en la época de la constitución de 1857. El artículo 129 de nuestra Carta Magna tiene su antecedente en el texto del artículo 122 de la de 1857. Al discutirse el dictamen de este precepto, don Ponciano Arriaga expuso a los constituyentes su postura en un voto particular: “Ese poder [la autoridad militar] no debe obrar, saliendo de su esfera, sino cuando la autoridad legítima invoque el auxilio de su fuerza. El poder militar debe ser enteramente pasivo y estar sometido a la autoridad civil”. Don Felipe Tena Ramírez comenta el voto del constituyente Arriaga afirmando que “la autoridad legítima es el Presidente de la República y el motivo para utilizar al ejército puede consistir en preservar la seguridad interior, todo lo cual está previsto en la fracción VI del artículo 89”. Este fue el criterio histórico de interpretación confirmado en la sentencia de la Suprema Corte en la acción de inconstitucionalidad 1/1996.
En enero de 1996 un grupo de diputados interpuso una acción de inconstitucionalidad en contra de dos fracciones del artículo 12 de la Ley General que establece las Bases de Coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública (actualmente abrogada). Los diputados señalaron que las fracciones citadas eran contrarias al artículo 129 constitucional por permitir la participación de los secretarios de la Defensa Nacional y de Marina en el Consejo Nacional de Seguridad Pública. Su argumento se centraba en que la participación de los secretarios era contraria al artículo 129 en tanto que este prohíbe que en tiempos de paz las autoridades militares realicen funciones distintas a aquellas que tengan exacta conexión con la disciplina militar.
La Corte resolvió con un criterio jurídico-histórico que retomaba la argumentación de don Ponciano Arriaga. Partiendo de la intención atribuida al Constituyente de 1857, la Corte sostuvo que las autoridades militares podían actuar en auxilio de las civiles siempre que estas últimas las requirieran para tal efecto. Bajo este argumento las fuerzas armadas se han desempeñado en tareas de seguridad pública al menos desde 2006.
Hay un razonamiento opuesto a las interpretaciones que he tratado de glosar en cuanto a la actuación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública. Fue delineado por el ministro en retiro José Ramón Cossío Díaz en las sesiones del Tribunal Pleno cuando se discutieron las acciones de inconstitucionalidad en contra de la Ley de Seguridad Interior.
Una interpretación sistemática de las disposiciones constitucionales indica que las autoridades militares en tiempos de paz sólo podrán actuar en aquellas materias de disciplina militar. Por lo tanto, la actuación de las fuerzas armadas queda sujeta a una declaración de guerra (73-XII) o a una declaración de suspensión de derechos (29). En otras palabras, para que el Presidente de la República esté en posibilidades de ejercer la facultad consistente en disponer de las fuerzas armadas para la seguridad interior está sujeta o condicionada a que previamente se haya expedido una declaración de guerra o una declaración de suspensión de derechos.
La propuesta de una Guardia Nacional para asumir tareas de seguridad pública (otra decisión inercial) ignora este estado de la cuestión. Ignora aquella tradición doctrinal y legislativa. En el próximo artículo abordaré este tema.
