Alejandro Mendoza Pastrana
A cuatro años del terrible suceso de la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa ‘Raúl Isidro Burgos’ y que marcó la administración federal del actual presidente Enrique Peña Nieto, México ha entrado en una espiral de violencia y corrupción como nunca antes en la historia de la nación.
Junto con la propagación de los fenómenos globales como el narcotráfico, terrorismo y corrupción, la cada día más insultante incapacidad de los sistemas políticos tradicionales, como partidos políticos, gobiernos y congresos, agrava la terrible realidad social, económica, política y cultural de México.
Es cierto que en las últimas décadas en gran parte de los países de América Latina se ha agudizado la crisis de gobernabilidad, alentada primordialmente por los excesos de la corrupción gubernamental y política. Y aunque no es privativo de nuestro país, lo cierto que como nunca antes, México está en el ojo del huracán en la comunidad internacional.
En virtud de que es uno de los temas más recurrentes en la vida pública y privada de nuestro país, es necesario enfatizar que la corrupción política es el abuso del poder que se les ha confiado, por parte de líderes políticos para obtener ganancias, con el objetivo de aumentar su poder o su riqueza.
Evidentemente la corrupción política no sólo se refiere a que el dinero cambie de mano; puede tomar, también, la forma de “tráfico de influencias” o de la concreción de favores que envenenan la política y amenazan a la democracia.
El doctor en temas de política y electorales, Mauro Alberto Sánchez Hernández, sostiene que “la corrupción política es un obstáculo a la transparencia de la vida pública. En las democracias establecidas, la pérdida de fe en la política y la ausencia de confianza en políticos y partidos desafía a los valores democráticos, una tendencia que se ha profundizado con la exposición de la corrupción en la última década”.
En los Estados en transición y desarrollo, la corrupción política amenaza la efectiva viabilidad de la democracia y vuelve vulnerables a las recientes instituciones democráticas. Y sobre todo cuando se trata el tema de la justicia, como ocurre con su ausencia en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos.
Sin embargo, mucho se ha intentado hacer para combatir este mal que desquebraja la sociedad de una manera voraz, dando resultados poco notorios.
Stephen D. Morris, quien realizó un interesante estudio de la corrupción en México, sostenía que “se la ha definido como el uso ilegitimo del poder público para el beneficio privado”; “Todo uso ilegal o no ético de la actividad gubernamental como consecuencia de consideraciones de beneficio personal o político”; o simplemente como “el uso arbitrario del poder”.
Otra definición con un énfasis más jurídico la proporciona Guillermo Brizio: “Se designa a la corrupción como un fenómeno social, a través del cual un servidor público es impulsado a actuar en contra de las leyes, normatividad y prácticas implementados, a fin de favorecer intereses particulares”.
La corrupción también ha sido definida como: “comportamiento político desviado” (falta de ética política); “conducta política contraria a las normas jurídicas” (falta de ética jurídica y política); y “usurpación privada de lo que corresponde al dominio público”.
La relación entre corrupción y política es mucho más profunda de lo que quisiéramos y los políticos estarían dispuestos a admitir. En primer lugar, no hay que perder de vista que la corrupción no sólo es una acción más o menos calificada como delictiva sino también un importante medio de influencia política con manifiestas ventajas respecto de la pura persuasión, por un lado, y la coerción, por el otro.
En el fondo, los actores políticos sobre todo en los casos de corrupción oficial y política, casi nunca están dispuestos a renunciar completamente a esta forma de influencia.
La corrupción política es un problema que afecta gravemente la legitimidad de la democracia, distorsiona el sistema económico y constituye un factor de desintegración social. Los gobiernos necesitan estar conscientes de esta situación y deben realmente promover y ejecutar acciones que aseguren la erradicación de este flagelo.
La lucha contra la corrupción es tal vez uno de los campos en los cuales la acción colectiva de los Estados es no sólo útil y conveniente, sino absolutamente necesaria. Y es ahí donde hace falta mucho por hacer.
Andrés Manuel López Obrador durante su campaña enfatizó que la corrupción es el principal mal del país alentado por “la mafia del poder”. Se espera que a partir del 1 de diciembre próximo ese combate sea una realidad.
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz
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