MARIO GARCÍA RODRÍGUEZ

19 de septiembre 1985
El reloj marcaba la 7:19

En las pantallas de los televisores se veían a Memo Ochoa y Lourdes Guerrero dando noticias. De repente empezó a moverse la lámpara de araña estilo francés de vidrio cortado que colgaba en medio del techo, Estaba recostado en la cama, Reaccioné de inmediato “está temblando”, ¡hurra!, exclamé y pensé periodísticamente “veré como corren los chilangos”, para publicar una nota de color en El Sol de Acapulco, donde trabajaba.
Me moví sobre la amplia cama que se mecía en la habitación 514 del quinto piso de dicha hospedería, que se encontraba a un lado de la Alameda central en el DF, sobre la avenida Juárez, lugar donde nos hospedábamos un grupo de corresponsales del diario nacional “El Día” que asistimos a un seminario de capacitación periodística.
Soy persona con discapacidad, secuelas de poliomielitis en la pierna derecha, por lo que me veo en la necesidad de caminar con muletas.
Cuando pretendí asomarme por la ventana, sentí fuerte sacudida y para no caerme al piso agarre las cortinas.
Fue entonces que vi abrirse el techo de la habitación, las cortinas me cubrieron y así envuelto caí al vacío junto con los escombros del edificio sobre la avenida Juárez.
En mi estrepitosa caída gritaba ¡mamá, mamá sálvame!, al tiempo que veía una luz brillante en forma de mujer que extendía sus brazos; para cubrir mi cuerpo.
No sentí golpe alguno, porque los escombros y las cortinas que me envolvieron —eran tres, dos de telas y una de hule—, amortiguaron la caída.
Ya en el suelo no podía respirar. Luché por liberarme de la envoltura que me había salvado y poder inhalar oxígeno. Una vez que pude hacerlo, olí gas y dije “¡¡¡En la madre!!! Esto va a estallar”. Me acordé de las calderas que funcionaban en los sótanos del hotel que era famoso por sus baños, donde acudían los más influyentes funcionarios, políticos y líderes desde los años 40’s.
Pedía ayuda “auxilio, socorro” ¡sáquenme de aquí! Gritaba con fuerza. Se empezaban a oír el aullar de las sirenas de las patrullas, lamentos y llantos. El marco de aluminio de la ventana de la habitación que ejercía fuerza sobre mi pecho, impedía moverme para liberarme de los escombros que amenazaban caer sobre mí.
Con una mano trataba de liberarme y con mi pierna izquierda que está sana, me empujaba para atrás al tiempo que seguía gritando. La semi cueva donde estaba sepultado, el fuerte olor a gas y la posibilidad de que el terremoto hubiese afectado al puerto de Acapulco, donde se encontraba mi mamá, aumentaban mi angustia por morir.
Los minutos pasaban, mis temores aumentaban, empecé a llorar y la esperanza de ser salvado se alejaba más y más. Oraba en silencio, mientras seguía gritando. A lo lejos oía que empezaba la búsqueda y eso me animo a pedir auxilio a pulmón. Entonces sentí dos tenazas sobre las muñecas de mis brazos que me arrancaban del lugar donde yací al menos por 20 minutos bajo los escombros y el fuerte olor a gas que invadía todo el ambiente.
Era un uniformado que me sujetaba muy fuerte, y pedía que me pusiera de pie, a lo que le respondí “no puedo, tengo polio en la pierna derecha.
Ayúdeme a encontrar mis muletas que por algún lugar estarán”. El oficial me cargo y me llevó a la parte trasera de una patrulla que ya se encontraba cerca de lo que fue un hotel lujoso, que ahora era un cerro de escombros.
La vista era desoladora, un ambiente tenso. Se veía como una ciudad bombardeada. El policía que me había salvado, se quitó su gabardina y me la prestó para cubrir mi cuerpo semi-desnudo. Se alejó y a los pocos minutos regresó con un hombre desnudo, que había también rescatado y al igual que yo, lo subió a la patrulla.
Eran cerca de las 8 de la mañana, 40 minutos después del temblor, cuando la patrulla donde nos encontrábamos partió por la calle Balderas rumbo a Niño Perdido. Íbamos a la altura de las oficinas del Novedades, cuando escuchamos una fuerte detonación. Eran las calderas de los famosos baños del hotel Regis. Una lengua de fuego se vio y oramos por las victimas sepultadas que no fueron rescatadas a tiempo. La noche anterior la hospedería tenía un lleno del cien por ciento. Si nos salvamos 50, fuimos muchos.
La habitación 514 era amplia, con jacuzzi, baño lujoso, azulejos de color azul. Al traspasar la puerta de entrada y al caminar sobre la suave alfombra se sentía la sensación de flotar. En medio de ella, una gran lámpara de araña de vidrios cortados estilo francés pendía en medio del techo.
Junto al televisor grande se encontraba el frigobar repleto de botellitas con bebidas alcohólicas, botanas, hielo, hasta chocolate, todo un manjar para pasarla súper bien.
La ventana daba hacia la avenida Juárez, con panorámica.
El sismo del 19 de septiembre de 1985 tuvo intensidad de 8.1 grados en la escala Richter, la fuerza equivalente a mil 114 bombas atómicas como la arrojada en la ciudad de Hiroshima durante la Segunda Guerra Mundial… Su duración fue de dos minutos, tiempo suficiente para provocar la tragedia más grande jamás vista en México.
En un instante 400 edificios públicos y privados fueron borrados del paisaje urbano de la Ciudad de México, y otros mil 700 sufrieron daños parciales, miles de personas, de familias completas quedaron atrapadas entre toneladas de escombros y el drama se repetía una y otra vez, en el multifamiliar Juárez, en Tlatelolco, la Roma, en el Hospital Juárez, en el Centro Médico, en toda las zonas afectadas por el terremoto.
Los cuerpos de emergencia no fueron suficientes para atender el gran número de llamadas de auxilio por derrumbes, incendios, fugas de gas y agua, cortos circuitos.
Debido a este fenómeno natural, el Hotel Regis se desplomó a los pocos segundos de comenzar el sismo de aquella mañana (7:19 a.m.), del 19 de Septiembre de 1985. No obstante, una vez demolido el antiguo edificio afectado por el entredicho terremoto de 8.1° en la Escala de Richter, sus ruinas comenzaron a incendiarse debido a una fuga de gas, lo cual dificultó el rescate de los posibles sobrevivientes. Aunque el hotel quedo prácticamente destruido después del temblor del sismo de 1985 fue demolido en 24 de noviembre de ese mismo año.

LA ODISEA DE LA SUPERVIVENCIA

Ya una vez instalado en una mesa de una especie de casa de salud, el dolor en mi espalda no cejaba. Fue entonces que solicite el auxilio del personal, llegando hacia donde me encontraba postrado, un enfermero quien me dio una pastilla para el dolor, entregándome a la vez una bata médica para cubrir mi semidesnudez, porque el patrullero me pidió el saco que me diera cuando me rescató de los escombros.
Eran las diez de la mañana sin tener noticias de lo que estaba ocurriendo porque nadie sabía a ciencia cierta que ocurrió. Escuchaba lamentos, llantos, bocinazos, aullar de sirenas, personas salían y entraban del lugar donde permanecía inmóvil, con frío, hambre y sed. Se me prohibió digerir algo, porque los médicos no sabían aún el daño interno que pudiera tener.
Cuando pasaban las enfermeras o los médicos, al verme acostado y con la bata me decían ¿cómo se siente doctor? Y me daban medicinas al contestarle que me sentía mal. Más me inquietaba cuando escuchaba “Acapulco se acabó” y angustiado pensaba en mi mamá que se encontraba sola en el puerto.
Otros decían “dos de los bloques del edificio donde trabajaba se vinieron hacia Reforma. Nunca había visto algo así”, relató un joven, quien recordaba que iba con su hermana rumbo a la Secundaria cuando comenzó a sentir que la tierra se movía:
“Nos dimos cuenta que era un temblor. Es una zona donde los temblores se sienten muy fuertes. A lo lejos, en la Calle Rayón, alcanzamos a ver cómo se levantaba una nube de polvo y una escuela se veía reducida a los escombros”.
El temblor cambió la vida a muchas personas. En la actualidad hay gente que todavía vive en condiciones de extrema pobreza y sin higiene. Es feo y difícil ver que todavía hay gente que radica en los campamentos que fueron habilitados hace más de 26 años. En mi caso, debo agradecer que sigo con vida, pero la impresión vivida fue muy fuerte y traumática. Me da miedo la altura, no viajo en avión, ni subo a más de dos pisos. El temblor del 85 cambio por completo mi vida
Cerca del mediodía de ese trágico jueves, una grúa habilitada como ambulancia me llevó hacia el pabellón instalado en el patio del hospital general derrumbado por el sismo de la mañana, donde voluntarios me acostaron en una litera de campaña. A estas alturas, las noticias eran confusas.
Durante el trayecto dificultoso por el tráfico, observé casas y edificios derrumbados, cadáveres amontonados, personas llorando o rezando en plena vía pública, la ciudad lucía como las mostradas en películas de guerra o de terror.
Los transeúntes caminaban en busca de sus familiares sin rumbo fijo, patrullas y ambulancias iban y venían de un lado para otro.
Los médicos y enfermeras me auscultaban parcialmente porque no tenían oportunidad de hacerlo con aparatos.
Cerca de las 4 de la tarde, dos camilleros me trasladaron en ambulancia al hospital privado Los Ángeles, internándome por urgencias. Ahí jóvenes médicos me evaluaron minuciosamente, llegando a la conclusión que me mandarían al cuarto piso.
¡Cuarto piso!, exclame angustiado al doctor que me atendía. “si hoy me salve de morir al caer de un quinto piso, al rato no me salvo de éste, le replique al galeno.
Este lo tomó con calma y con una sonrisa en los labios me respondió “vamos, no sea pesimista, ya todo paso. Por desgracia son miles de muertos. Usted es afortunado”.
De inmediato le inquirí “doctor, dígame como está la situación del temblor. ¿Qué paso? ¿Cómo está Acapulco?
“El epicentro fue Guerrero, sin embargo no hay reportes de graves daños en dicho puerto, sin embargo aquí en la capital no nos damos abasto con tantos muertos, calculamos que superan los cien mil, y la ciudad seriamente dañada. No hay luz, agua o teléfono en amplias zonas de la ciudad”, explicó el interlocutor.
De forma inmediata, me llevaron una habitación que parecía de hotel, en el cuarto piso. Cerca de las 7 de la noche, un sacerdote entró y me pregunto si necesitaba algo. A lo que le respondí con una serie de preguntas, aclarándome la situación que se vivía en el DF, asegurándome que en Acapulco nada pasaba.
Hoy, 33 años después, puedo contar esta historia.