Alegoría de la Sirena 

(Metáforas del garabato/Primera parte)

José Luis Amaro

“En los primeros y tiernos siglos inconscientes de la vida de los primeros hombres, como la onda del sonido, estos primeros homo sapiens iniciaron su viaje por la tierra, en la cual los caminos jamás terminan pues es redonda. Sus ojos fulgurantes de asombro y miedo presenciaban los nuevos paisajes; los nuevos ecosistemas, cúmulos y montones de animales, plantas, piedras, lagos y ríos. Como la danza de los viejitos herraban por los desiertos y tundras. Un grupo se encontró con una inmensidad imponente, un magnifico espíritu: el mar. Decidieron asentarse a contemplarlo el resto de sus vidas y en ese resto nacieron las siguientes generaciones, ellas que no conocieron la danza del errante. Lo único que conocieron fue el gran vientre del mar, del cual nacían pedazos de vida. El mar, que en el horizonte se fundía con el cielo, un cielo que preñaba de estrellas la mansa superficie de su amante, un cosmos bidimensional, esa vastedad que reduce al más ambicioso Narciso rodeado en la oscuridad de la noche y su lunar bajo la boca, el sensual lunar blanco. El gran padre y madre de los nacidos a sus orillas, estas antípodas del gran espíritu, donde descansan las aves que vuelan al interior de él, estos contornos empeluzados de frondosas y viriles palmeras fueron el hogar de los niños descalzos. Montadas en el tiempo, las nuevas generaciones enraizaron con la naturaleza, aprendieron a ser una criatura más del ecosistema costero; lo hicieron como sus hermanos alojados en las densas selvas y las altas montañas, tanto que intentaban asemejarse al resto de animales costeros y marinos, porque así es esta criatura que llamamos hombre, flexible y moldeable. Semidesnudos estos hombres por el húmedo calor, aprendieron a amar intempestivamente como se amaba el viento y el mar en las noches de tormentas, a transpirar sensualidad, a reír y bailar como el sonido de las olas, tal vez ese sea el origen de la exótica armonía de su música, no lo sé. Los más viejos refinaban el arte de la leyenda y del mito, soplaban en la apariencia de la naturaleza y le descubrían alma y espíritu, le descubrían vida y quirúrgicamente le descubrían sentimientos, pasiones y pensamientos humanos. Jugaban con las formas y creaban hombres reyes del mar y bellas mujeres pez. Ellos, viejos sabios del mar, a sabiendas del brillo que se minaba de sus ojos intentaban despertarlo en otros, en los más tiernos, construían rusticas doctrinas. Todos inmersos en la fiesta que representaba vivir a orillas del mar, mientras en las lejanías nacía y crecía una criatura marina que no vivía en el mar, sino en lo más firme de la tierra: el gran kraquen. Nocivo espíritu del cual emitía humo en vez de tinta, con extremidades afiladas que comenzaron a cortar las viriles palmeras, a enfermar las aves. Un animal que con minuciosa atención, descubrieron los nativos costeros que estaba echo de hombres parecidos a ellos. Un kraken parecido al que nos contó Hobbes. Pero este además de estar echo de hombres, los cubría de máquinas duras. Esta criatura gris que diluyo los colores del hombre nativo y dejo el suyo, esta criatura que se alimenta de desdicha y tristeza, fue la misma que partió y arrastro a las profundidades las almas del nativo. Fisurado y en lo más profundo agujerado, el nativo perdió parte del sentido que lo mantenía existiendo, retorno al viejo baile de errar, a la vieja búsqueda. El cielo perdió brillo, perdió las estrellas como la luz perdida del ojo del nativo. Sintió el frio de la oscuridad e intento salir de ella. Trastornado, en ocasiones pescando peces se pescaba a sí mismo, secuelas del sinsentido. Petrificado, camina en el tiempo, el nativo de las costas.”
Despojado de mucha autoridad moral del arte pero obligado por ser un prematuro amante de la misma, salen estas palabras al calor de lo que uno como espectador se lleva de la exposición del pintor Jesús Anaya Roque. A pesar de que son diversos los criterios con los que se juzga y evalúa una exposición de pintura, solo intentare decir lo que hace justicia al resultado del clima creado en el recorrido, en el que es evidente el orden que el autor le dio. Todo esto en dos grandes aspectos en los que se dividió mi atención al recorrer la sala.
Para empezar debo advertir la abstinencia de la empalagosa miel del alago en estas líneas, es decir, absurdo es rosear con azúcar al diamante queriendo que éste brille. Siendo esto el origen de la brevedad de mis palabras. La conocida carrera del maestro Anaya ha sido en muchas ocasiones blanco de comentarios que sugieren que él debería, hace mucho tiempo, invadido tierras extranjeras. (Continuará…)